Te escribo con la única certeza de no tocarte. Lanzo un llamado al vacío, a una tumba en el aire que se alza a una súplica. A un infinito entre lágrimas; a un suspiro entre sollozos lanzados hace una vez en una luna llena. U na palabra entre mil aguas se ahoga mientras tirita un pez que no sabe a dónde va. Te escribo por no rasgarte, queriendo arrancarte el más adentro que adentro. Queriendo ensordeserte para que entre tanto silencio se escuche la voz muda de tu alma quebrada. Y añoro los añícos de tí. Lo que te hace tan fugaz y tan bendito. Hay una esfinge en tu desino que me canta nanas por las noches. Y yo me arrugo tal cosa pequeña. Me adhiero a un grito sin fin. Hay cosas muy adentro de las cosas. Hay esta manía de volver a tí.
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Mostrando entradas de agosto, 2012
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Érase una vez un corazón que era a un mismo tiempo un árbol no sabiéndose si era más árbol que corazón o más corazón que árbol . Aquel árbol no necesitaba tierra, tenía raíces. Aquellas raíces latían con fuerza, no necesitaban agua. Pero cada año, los inviernos fueron más severos y las primaveras más escurridizas hasta que no aparecieron más. Cada hoja que al suelo se avecinaba llevaba en su baile los últimos rezagos de vida y no estando plantado en nada, la vida se le perdío en la nada y las raíces se comenzaron a secar. El último otoño, tuvo la más hermosa primavera pensando el árbol que sería perpetua. Pero el tiempo hizo lo único que sabía hacer y fue fiel al cambio. El último otoño las hojas caían pesadas, rojas y mojadas. Cuando el invierno llegó, sólo quedaba un tronco seco que eventualmente se hizo polvo. Aquel árbol murió de tristeza cuando dejó de latir.
Trasmundo
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Aprender a llamarte en el trasmundo es encontrar tu nombre. Te nombro y palpo tu verdadera existencia muy adentro de tus ojos y re-conozco cada parte de tu cuerpo. Es como si tu rostro estuviese escrito en Braille y tengo que sentirte para mirarte verdaderamente. Es como si surgiera de cada tacto una resonancia al infinito y te escucho más allá de todos los sonidos.
Fantasmas plañideros
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Hay tardes como esta, que la brisa se cuela por la ventana y también se cuelan los sollozos. Se cuelan bailando y dando vueltas. Luego se posan detrás de mis oidos y permanecen quietos. De repente retumban. De repente se aferran a mí. Y están como pintados en la piel. Si los escucho demasiado me ahogan pero tarde o temprano floto. Si los ignoro se infiltran sin darme cuenta y entonces pareciese que quisiera estallar. Hay tardes y hay mañanas como ésta. Hay días enteros. Hay veces que es la vida misma la que entra y sale por la ventana.
Historia de una puesta del sol
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A media hora de que el sol se extinguiese hasta el otro día, me figuré transeúnte de la extenuada ciudad. Me hice un bagaje de todas las cosas que quedaban tiradas en la acera. Unas se escurrián de las lágrimas otras simplemente saltaban de corajes y caprichos no resueltos. De las que más se llenó la maleta fueron de apretones de pecho y nudos en la garganta ocasionados por desilusión. Un atardecer en la ciudad es como un conglomerado de pequeñas muertes dirigidas por el sol ahogándose en el horizonte.
Aquel día
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Me han rasgado el pecho y han salido corriendo a toda prisa; sin rastro. Tan abrupto y repentino fue el ataque que me he quedado parada entrañas afuera y con la piel irremediablemente rota. Desencajada y escueta, tácita y meditabunda permanezco hechizada. Serena. Me preparo para decir adiós, pero no lo hago. Simplemente me dejo ir.
Precauciones prematuras
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No te vayas sin decirme a dónde vas. Aunque sea mentira, quiero tener la certeza de volverte a encontrar. A este punto es inevitable hacernos daño. Es que nos tenemos tan adentro. Nos hemos cambiado tanto. Como estampas, como impresiones, nos mutilamos queriendo hacerlo. Nos desgarramos porque sí; porque es dulce. Y si al final (o a la pausa) te vas silente y precipitado, envíame una señal para no quedarme temblando.