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El ruido en mi cabeza se mueve inquieto como un huracán, como un panal de abejas que retumba. Da bandazos por todos mis adentros queriendo abarcar todo. Por eso, cuando me tocas siento que me quiebro. Que me fragmento y me esparzo. Por eso, al hablar, tirito. Al mirar, lagrimo.
Varada y sonámbuala me perfilé en la estación tal huérfana, examinando tu distancia desde lejos hasta que se tornó en ausencia. Pasó el próximo tren. Me he montado abalanzada, quizás por reflejo, quizás por no morir estática, quizás para volver a perderme.
Si con cada lágrima que te llore, lloro fuera de mi un recuerdo tuyo lloraré hasta mi sequía salvo quizás por una última lágrima. Y de esta última lágrima surgirá tal vez un tú acuático más solemne que tu propio tú. Y recordandote o viviéndote de nuevo quedaré inmersa en una marejada o en un abismo o una tromba marina. Por ahora lloro, sin saber realmente si quiero recordarte o ahogarte en el fondo de mi mar.

Cumpleaños

     Para su cumpleaños fueron a un restaurante mejicano que quedaba en la misma cuadra de su casa. Desde que lo inaguraron se habían prometido no ir pero la falta de planificación de Gilberto hizo que a última hora terminasen justo en ese lugar. Decidieron ir a pié dis que para disfrutar de la caminata pero la realidad es que ambos preferán disipar la incomodidad en el aire en vez de encajonarla en el carro.      Ana sabía que Gilberto había olvidado su cumpleaños y que lo recordó al ver las cosas que le habían regalado sus compañeras de trabajo en especial un globo gigantesco que decía: ¡Felicidades!. No le molestaba eso. Tampoco le molestaba que la llevase el restaurante mejicano a última hora; era algo más en la línea de lo sublime. Era su forma de decirle felicidades como si le diera los buenos días y lo acompañaba con un beso en la mejilla y un medio abrazo. En su mente, Ana trataba de justificarlo: tiene mucho trabajo, está cansado, su familia lo drena...llevamos demasiado tie
Más que abajo de mi piel estoy yo. Nunca absuelta, nunca entera.Soy un mar de bocanadas estrechadas al "nunca jamás" .  Y ahí, nauseabunda juego a atrapar puñados de lo que creo que soy. Y es que somos entes de la ausencia. Del no ser; porque en ese camino de reconocer lo que se es, se esfuma toda certeza. Estamos tan llenos de nostalgia y desentendimiento que viajamos ciegos por la carretera de la vida. Viajamos atados al recuerdo donde todo es concreto.

Un globo rojo

Nació un domingo en una sucia esquina de la Feria de Brocca. De las manos callosas de un hombre circense que vestía mameluco y olía a sudor y alcohol, se hizo un globito rojo que luego fué en segundos un globo hecho y derecho al ser llenado con helio. Vino a parar en las manos de Gino, un seisañero malcriadísimo que durante dos largas horas estuvo pataleteando; hasta que a él llegó Globo.   Pero Gino no era muy limpio y sus manos repletas de caramelo no le sirvieron para agarrar a Globo que terminó enrredado en un alambrado de luces de la feria. Allí sirvió de promoción para la compra de otros globos que pasearon por un rato anclados de las manos de niños mucho más diligentes que Gino. Éstos, cumplieron su destino de globos y alcanzaron eventualmente su libertad volando por lo alto del cielo. Llegó la noche y con ella el sereno que fue severo con la piel de Globo. Al asomarse nuevamente el sol, lo dejó hecho una pasa colgando del concurrido alambrado de luces donde se posaban varias pa
...y olvidarme de que tengo pies que me atan a esta tierra.
Era martes y era septiembre cuando por primera vez habitaron la casa roja. Marcados por un extraño aire de familiaridad entraron y poco a poco se sumergieron en un mundo de polvo y oscuridad. Entonces, ya nada fue lo mismo. Se quebró todo lo estipulado. La seguridad llegó a su fin. La casa roja se los tragó vivos.
Había en sus ojos un aire de luna llena; de noche helada. Ese misterio que emanaba su mirada hacía que resplandeciese y por momentos podría jurar que veía un halo a su alrededor. Aunque no puedo recordar con presición la primera vez que le ví ni qué me llamó la atención en particular puedo dar fé de que en adelante, siempre que lo veía le seguía con la mirada que se comportaba como cual magneto hacia él. Eran sumamente casuales y fugacez nuestros encuentros. Lo encontaba casi siempre al ir de pasada por algún lugar y por segundos cruzábamos miradas. Yo, tan ingenua o tan tonta juraba que el tiempo se detenía al verle pasar; que parte de la noche que guardaba tras sus ojos se iba conmigo cada vez que nos encontrábamos. Y parece que así fué porque al salir el sol tras ellos no me volvío a hipnotizar y no le volví a ver. Fué como una estación lunar que no regresó.
Te escribo con la única certeza de no tocarte. Lanzo un llamado al vacío, a una tumba en el aire que se alza a una súplica. A un infinito entre lágrimas; a un suspiro entre sollozos lanzados hace una vez en una luna llena. U na palabra entre mil aguas se ahoga mientras tirita un pez que no sabe a dónde va. Te escribo por no rasgarte, queriendo arrancarte el más adentro que adentro. Queriendo ensordeserte para que entre tanto silencio se escuche la voz muda de tu alma quebrada. Y añoro los añícos de tí. Lo que te hace tan fugaz y tan bendito. Hay una esfinge en tu desino que me canta nanas por las noches. Y yo me arrugo tal cosa pequeña. Me adhiero a un grito sin fin. Hay cosas muy adentro de las cosas. Hay esta manía de volver a tí.
Hay sangre y hay algo que se incinera esta noche. Hay una lanza despuntada y una mano que llora. Me es tan fácil dejarla ir. Es su trayectoria una canción. Es su blanco  un Edén pero también una ruleta. Son mercenarios mis ojos. Es tu pobre alma su misión.
La parca del pasado te canta al oído y te llama. Quiere ahorcarte con su hilo y pegarte a la telaraña donde duerme.
Al niño de la luna menguante me encomendé sin saber que me llevaría siempre a dónde ya ha estado. Y yo, niña de las cosas que no se quedan, me senté a su lado a ver su vida pasar otra vez.
Érase una vez un corazón que era a un mismo tiempo un árbol no sabiéndose si era más árbol que corazón o más corazón que árbol . Aquel árbol no necesitaba tierra, tenía raíces. Aquellas raíces latían con fuerza, no necesitaban agua. Pero cada año, los inviernos fueron más severos y las primaveras más escurridizas hasta que no aparecieron más. Cada hoja que al suelo se avecinaba llevaba en su baile los últimos rezagos de vida y no estando plantado en nada, la vida se le perdío en la nada y las raíces se comenzaron a secar. El último otoño, tuvo la más hermosa primavera pensando el árbol que sería perpetua. Pero el tiempo hizo lo único que sabía hacer y fue fiel al cambio. El último otoño las hojas caían pesadas, rojas y  mojadas. Cuando el invierno llegó, sólo quedaba un tronco seco que eventualmente se hizo polvo. Aquel árbol murió de tristeza cuando dejó de latir.
Te he visto llorando la muerte de un grito mientras miras silente el mar.

Trasmundo

Aprender a llamarte en el trasmundo es encontrar tu nombre. Te nombro y palpo tu verdadera existencia muy adentro de tus ojos y re-conozco cada parte de tu cuerpo. Es como si tu rostro estuviese escrito en Braille y tengo que sentirte para mirarte verdaderamente. Es como si surgiera de cada tacto una resonancia al infinito y te escucho más allá de todos los sonidos.
Mentía mejor con la luz menguada y de madrugada cuando le llegaban pensamientos de sortilegio y de azaar...
¿Quién te ha dejado esa cicatriz que a fin de cuentas terminó siendo la mía?
Hay un rocola en mi cabeza haciendo eco al infinito como alguna travesía espacial.

Fantasmas plañideros

Hay tardes como esta, que la brisa se cuela por la ventana y también se cuelan los sollozos. Se cuelan bailando y dando vueltas. Luego se posan detrás de mis oidos y permanecen quietos. De repente retumban. De repente se aferran a  mí. Y están como pintados en la piel. Si los escucho demasiado me ahogan pero tarde o temprano floto. Si los ignoro se infiltran sin darme cuenta y entonces pareciese que quisiera estallar. Hay tardes y hay mañanas como ésta. Hay días enteros. Hay veces que es la vida misma la que entra y sale por la ventana.

Historia de una puesta del sol

A media hora de que el sol se extinguiese hasta el otro día, me figuré transeúnte de la extenuada ciudad. Me hice un bagaje de todas las cosas que quedaban tiradas en la acera. Unas se escurrián de las lágrimas otras simplemente saltaban de corajes y caprichos no resueltos. De las que más se llenó la maleta fueron de apretones de pecho y nudos en la garganta ocasionados por desilusión.  Un atardecer en la ciudad es como un conglomerado de pequeñas muertes dirigidas por el sol ahogándose en el horizonte.

Aquel día

Me han rasgado el pecho y han salido corriendo a toda prisa; sin rastro. Tan abrupto y repentino fue el ataque que me he quedado parada entrañas afuera y con la piel irremediablemente rota. Desencajada y escueta, tácita y meditabunda permanezco hechizada. Serena. Me preparo para decir adiós, pero no lo hago. Simplemente me dejo ir.

Precauciones prematuras

No te vayas sin decirme a dónde vas.  Aunque sea mentira, quiero tener la certeza de volverte a encontrar.  A este punto es inevitable hacernos daño. Es que nos tenemos tan adentro. Nos hemos cambiado tanto. Como estampas, como impresiones, nos mutilamos queriendo hacerlo. Nos desgarramos porque sí; porque es dulce.  Y si al final (o a la pausa) te vas silente y precipitado, envíame una señal para no quedarme temblando. 
Una tarde de mucha lluvia y mucho ocio se sentó en el suelo con un libro grueso. Hora tras hora se dedicó a examinarlo con escrutinio. Y ahí, en el Diccionario de las Cosas que Quedan por Explicar encontró una página que le volvió loca. No lloró ni tampoco grito como nunca más volvió a ser una persona.
Nunca deja de sorprenderme  la capacidad que tiene mi curiosidad de llevarme a los lugares más incómodos del mundo. Me dejo llevar cual sonámbula ciega y sorda y termino al borde de un ataque de nervios ante cosas que no entiendo y que no puedo preguntar.